Crónica de la fuente más bella

Crónica de la fuente más bella

Parada frente a la Fuente de las Nereidas, sólo puedo decir que para mí no existe en la ciudad de Buenos Aires otra obra escultórica de tamaña belleza, que apabulle tanto los sentidos y que, paradójicamente, haya sido tan combatida a la vez. Desde el paseo de la Costanera Sur, la fuente de doce toneladas de mármol de Carrara, cincelada por la talentosísima escultora argentina Lola Mora, nos relata uno de los acontecimientos más atrapantes de la Mitología Clásica: El Nacimiento de Venus.

Como si hubiese sido arrastrada más allá de la costa por las aguas dulces de ese inmenso mar que parece el Río de la Plata, una valva de molusco gigantesca carga sobre ella a todos los personajes que componen esta fuente monumental. La estética excelsa, lograda con terminaciones precisas sobre el mármol, añade vitalidad y volumen a toda la escultura. De su interior acuoso, tritones y caballos emergen con bravura y se abren paso entre las rocas travertino apiladas en el centro del espejo de agua. La interacción entre estos seres fantásticos se refleja en la tensión muscular grabada en los troncos desnudos, en las venas que serpentean los cuerpos pétreos, en las magníficas expresiones faciales, en las crines y en los cabellos revueltos y en la fortaleza corpórea manifestada por igual por bestias y hombres. La escena logra transmitir el efecto de un estallido violento y repentino en las profundidades oceánicas, que termina expulsando hacia las alturas a las nereidas que sostienen a Venus sentada en el borde de una concha marina. De las hijas de Nereo, sobresalen el tallado perfecto de las escamas en sus muslos y las extremidades que concluyen en ondulantes colas de pez; mientras que sus rostros alegres suavizan el dolor físico insinuado en los cuerpos encorvados y ligeramente inclinados sobre el pedestal de rocas. Como remate, las ninfas marinas alzan triunfales la ostra que acuna a la Diosa del Amor y de la Belleza, representada por una joven desnuda nacida de la unión del Dios del Cielo con el mar.

Este monumento, labrado íntegramente en Roma, fue una donación que la escultora realizó al país en agradecimiento por la beca otorgada, la que le permitió perfeccionar sus estudios de arte en Italia. Como otras tantas mujeres, Lola Mora soportó los cuestionamientos de una sociedad machista, que hasta puso en duda su capacidad artística para concretar semejante trabajo en mármol. Polémica desde su origen, la fuente jamás pudo ser emplazada en su lugar de destino, la Plaza de Mayo, debido al repudio de los grupos moralistas de principios del Siglo XX que consideraban que la exhibición de cuerpos desnudos ofendía al pudor del pueblo. No obstante, en 1903 fue inaugurada de modo oficial en la actual intersección de la Avenida Leandro N. Alem y la calle Presidente Perón. Sin embargo, la presión ejercida por los ciudadanos “nobles y de buenas costumbres” no cesó hasta conseguir su traslado hacia un sitio más despoblado de la ciudad. Fue así como en 1918 la fuente llegó a la Costanera Sur para quedarse allí definitivamente. Por aquellos años, el Balneario Municipal que funcionaba en este sector de la Costanera nada tenía que envidiarle a los amplios espacios verdes diseñados en Europa, con sus pérgolas, farolas de bronce y esculturas. Rápidamente se convirtió en el centro de esparcimiento preferido de los porteños, ya que no sólo tenían la posibilidad de bañarse en el río, sino también de disfrutar de un bello paseo público y de espectáculos musicales que se presentaban en las célebres confiterías de la zona. A mediados de 1950, con la contaminación del río y la demolición de varios edificios emblemáticos, este sector de la ciudad entró en decadencia, la cual parece acentuarse hasta nuestros días.

Como muchos otros bienes públicos y patrimonios artísticos de Buenos Aires, la Fuente de las Nereidas también cayó en manos del vandalismo que, por ejemplo, se encargó de destruir las riendas con las que los tritones sujetaban a los caballos. Si bien la solución fue reemplazarlas por sogas, la ignorancia popular -siempre en vanguardia respecto de la cordura- las utilizó como hamacas. Para poner un freno a la depredación, las autoridades porteñas decidieron proteger la fuente cercándola con una mámpara de acrílico transparente. Con algo de éxito y mucho mal gusto, lo único que consiguieron fue crear una barrera visual difícil de superar, tanto de cerca como de lejos, que impide contemplar al grupo escultórico en toda su dimensión.

La Fuente de las Nereidas pasó de ser la atracción aislada en medio de una avenida a formar parte de un circuito peatonal de la Costanera Sur. Cada fin de semana, sobrevive al calvario de verse rodeada de decenas de autos estacionados a sus pies; a las tiendas de baratijas y a los quioscos ambulantes; al armado de puestos de dudosas comidas al paso; a los olores nauseabundos que emanan del entorno y a los residuos que, con una naturalidad indignante, algunos arrojan en su lecho líquido. Ante tal espectáculo decadente, suspiro aliviada al pensar que para su obra Lola se inspiró en la bella Venus procreada por un imaginario mar fecundado por Urano y acompañada por el dulce canto de las ninfas. No quisiera imaginarme qué Venus hubiera dado a luz este mar que tengo ahora ante mis ojos, fertilizado por botellas, papeles, bolsas plásticas y al ritmo de la cumbia villera…