HOTEL DE INMIGRANTES

HOTEL DE INMIGRANTES

Génova, Vía Garibaldi, 2.

Servizio celeríssimo con vapori elegantíssimo fra l’ITALIA e l’AMERICA DEL SUD.

 
 
 En medio del vocerío y del humo de las chimeneas, la nave a vapor se prepara para partir. No es tan elegante como auspicia el anuncio publicitario, pero basta y sobra para que los sueños zarpen. Sobre la cubierta del buque, los rostros desencajados y un sinfín de manos agitadas responden al adiós de quienes quizá no volverán a ver jamás. Junto con sus maletas abultadas, miles y miles de seres humanos emprenderán el éxodo desde su tierra natal hacia otra tan desconocida como tantas veces anhelada. Con sus paupérrimas pertenencias, también viajará el deseo vehemente de hallar en la lejanía lo que la propia patria no puede ofrecerles.
La costa ya no se ve. Lejos quedaron los países, los pueblos y las familias. En medio del Océano Atlántico, el precario barco apiña desordenadamente los cuerpos con los baúles y con las valijas cargados de ropa y de objetos personales. Del otro lado del mar, a los inmigrantes los espera la incertidumbre por lo que vendrá, el nuevo destino para sus vidas.
Entre finales del siglo XIX y principios del siguiente, millones de personas arribaron al antiguo puerto de Buenos Aires como consecuencia de las fuertes oleadas inmigratorias, provenientes en su mayoría de los países europeos. En ese entonces, la ciudad contaba con varios hoteles o asilos para albergar a los recién llegados, los que con el tiempo resultaron insuficientes frente a la excesiva demanda. Con el objeto de dar una solución decisiva al problema del alojamiento de extranjeros, en 1911 se inauguró el único y definitivo Hotel de Inmigrantes, que aún mantiene en pie su estructura dentro del territorio porteño.
Al atravesar el portón de la avenida Antártida Argentina 1355, siento la irrefrenable necesidad de retrasar las agujas del reloj y volver el tiempo a los instantes en que millones de personas, con diferentes idiosincrasias y lenguas, arribaban masivamente al Hotel, hoy convertido en Museo de la Inmigración. Dentro del predio diseñado a orillas del Río de la Plata, además del Hotel fueron erigidos varios pabellones donde funcionaron el Depósito de Equipajes, el Hospital, la Oficina de Correos y Telégrafos y, fundamentalmente, la Oficina de Trabajo, pues el servicio primordial de este asilo era encontrar empleo para todos los inmigrantes y entrenarlos en los distintos oficios.
Diagramado para brindar refugio temporal a tres mil personas, el Hotel es la construcción más relevante del complejo del Museo. De estilo italianizante, la mole de hormigón gris, seccionada en planta baja y tres pisos, conserva su imagen original, la que contrasta brutalmente con la vanguardia exhibida por los edificios vecinos de Puerto Madero y con los mástiles de la Fragata Sarmiento que asoman tras la arboleda del predio. Dentro del complejo, en el sitio ocupado actualmente por la Escuela de Guerra Naval, funcionó el antiguo Desembarcadero, primera puerta de entrada al país para quienes lo elegían como final de su travesía. Fotografías de la época dan testimonio del paso de los inmigrantes por allí, cargando sus pesadas pertenencias, así como también el recorrido que debían realizar hasta el Hotel, donde eran selladas sus carteras de identidad –hoy pasaportes- como constancia de su ingreso a la Argentina. El Hotel de Inmigrantes ofrecía alojamiento gratuito sólo por cinco días, según el Reglamento vigente en aquella época; aunque frente a casos de enfermedades graves o por falta de ubicación laboral el plazo podía extenderse.
En la planta baja del Hotel funcionó el comedor, un espacio de notoria dimensión donde mil personas por turno recibían las cuatro comidas principales que eran elaboradas en inmensas ollas a vapor alemanas, las que desaparecieron sin dejar rastro tras el paso de diferentes administraciones de gobierno. En ese sector, también estaban la panadería y la carnicería. En este primer nivel del edificio, hubo también una voluminosa biblioteca a disposición del inmigrante, con diversas publicaciones, mapas y libros orientados a informar al extranjero acerca de las costumbres, del trabajo y de la riqueza de su nueva tierra. También allí se les brindaba cursos de idioma, charlas y clases para el aprendizaje de la utilización de maquinarias agrícolas y domésticas. Los tres pisos restantes fueron destinados a las habitaciones, cuatro por piso, cada una provista con catres tipo marinero, de hierro y cuero, para doscientas cincuenta personas. En ocasiones, la constante llegada de inmigrantes hizo que se colocaran camas en los pasillos. Un dato no menor: en cada piso había baños y duchas con servicio de agua caliente y fría. Actualmente, puede visitarse sólo el tercer piso, ya que los restantes están abandonados.
Recorrer las instalaciones del Museo, contemplar en silencio las viejas fotografías que desde su mudez dicen más que las palabras, experimentar ante cada cartera de identidad y cada boleto de viaje la crudeza de sentirse expatriado, observar con detenimiento el rostro de miles de personas desconocidas que pasaron obligatoriamente por el mismo sitio que ahora estoy pisando, no hacen más que despertar en mí el respeto y la admiración hacia los millones de personas que en busca de un porvenir, ya sea personal o colectivo, hicieron de nuestro país su patria. En ella depositaron sus esperanzas e ideales, y sin conocerla, le brindaron el esfuerzo infatigable de su trabajo, la enriquecieron con sus culturas y la hicieron próspera. Desinteresadamente y apostando al futuro, le dieron a la Argentina sus hijos, quizá lo más preciado que muchos no pudieron ofrecerle a esa otra tierra que los vio nacer.